En todos los talleres que imparto, comienzo con lo que fue un antes y un después en mi vida: Londres, 2010.
Con 21 años sentí por primera vez la sensación de posibilidad. El sentimiento palpable de que una vida dedicada al arte no era una fantasía marginal, sino que podía ser un camino legítimo. Además, en Londres, el color me rodeaba por todas partes. También, por primera vez, sentí que este no era algo que restara valor: lo elevaba. Londres sembró en mí las semillas del universo estético que años más tarde desplegaría. Me enseñó que el color podía ser una forma de lenguaje, de estar en el mundo, incluso de pertenencia.
Hoy, los vecinos de esa misma ciudad pintan sus casas de negro.
¿Por qué negro? ¿Es el negro un “no-color”? ¿Qué es el color?
El color no existe. Es una percepción, una interpretación. Es decir, el color no está fuera, está dentro. Es un fenómeno sensorial que se convierte en emoción, estado de ánimo, símbolo, construcción social. Y sin embargo, pocas cosas nos afectan tanto y de forma tan inconsciente como el color.
David Batchelor, en su ensayo Chromophobia, habla del miedo cultural que Occidente le ha tenido, y todavía le tiene, al color. Se le asocia a lo femenino, lo infantil, lo primitivo. Vaya. El color desborda, por eso incomoda. Sin embargo, en plena era digital, lo brillante, saturado, limpio, se ha vuelto moneda de cambio. El color es capital simbólico: lo que se muestra, se desea; lo que se desea, se comparte; y lo que se comparte es aceptado.
Pero, ¿por qué cuando decimos “colorido”, asumimos que no es blanco, ni negro, ni gris?
El negro nunca es neutro. Puede ser lujo o luto, silencio o sofisticación. Y en ese exceso de significados reside su potencia. El negro no es ausencia de color: es el lugar donde todos los demás se disuelven. Un absoluto.
Pintar una casa de negro no es solo hacerla menos “instagrameable”, es sacarla del espectáculo. Es, en cierto manera, borrarse de la foto.
Erich Fromm, advertía que una sociedad orientada al tener por encima del ser tiende a transformar todo —incluido lo estético— en objeto de adquisición. Así, el color deja de ser experiencia para convertirse en recurso. Algo que se usa para generar atracción, pero que se agota cuando deja de distinguirnos. Pintar entonces la fachada de negro puede ser leído como un acto frommiano de recuperación del ser sobre el tener. Un rechazo al consumo visual del espacio íntimo. Un gesto que dice: no quiero ser contenido. Algo que se opone a esta mirada contemporánea que convierte todo en objeto de exhibición.
Y vuelvo entonces a aquellas calles londinenses que me vieron nacer artísticamente y que me enseñaron que lo colorido no era frívolo, era una afirmación de la vida y de la existencia.
Hoy veo también una forma de belleza en ese querer “desaparecer” para replegarse hacia la intimidad del hogar.
Pero tanto el exceso de color como esa supuesta ausencia plena, hablan de lo mismo: del deseo profundo de preservar lo que importa.
Gracias por leer.
V
¡Precioso!